El título de la novela fue un adiós premonitorio. Nelson Estupiñán Bass quizás previó el acabose de otros florecimientos, políticos o culturales, con parecidas cualidades a aquellas de los guayacanes. Un día de esos, ya sin memoria, la gente esmeraldeña comenzó a renunciar a esa esencia humanista y humanizadora resumida en el grafito: libre por rebelde y por rebelde grande. Cónchale, las rebeldías no son actos casuales o veleidades caprichosas de algunos grupos. No, no y no. Tampoco la rebeldía es berrinche político, así sea de la alta política, no gana en grandeza y peor alcanza libertad. Quedó la nostalgia de tiempos que pudieron ser mejores.
Aquellos tiempos cuando los guayacanes florecían. Y no toda nostalgia produce revoluciones, porque si es empedernida deviene en sentimiento reaccionario. Es satisfacerse contemplado la estética de las ruinas materiales e ideológicas.
El maestro Nelson Estupiñán Bass, para la primera edición de la novela en 1954, sentipensó que si ese cielo de tambores amarillos desaparecía de manera irremediable del Esmeraldas urbano y rural, su diversidad de gentes perdería satisfacciones paisajísticas que debieron colmar de versos los poemas aún no alcanzados por nuestras lecturas. Algo si perdió, ojalá no para siempre, el alto simbolismo del guayacán en la cultura esmeraldeña. En algunas geografías humanas le llaman árbol de la vida. Sea en yoruba igi iye o en latín lignum vitae. Las razones abundan, el guayacán sobrevive a las sequías más feroces, a los calores más despiadados o alguna variación climática que aproxima al frío quemador de la vegetación tropical. Ahí queda reclamando eternidad.